TOMO 1 CAP 2: La curiosidad siempre trae problemas


 

   Nadea es una sirena. Una sirena bastante inusual, todo hay que decirlo. Aunque bien se guarda ella de ocultar este hecho por su propio bien, con mayor o menor acierto. Es un pequeño precio que tiene que pagar para encajar en la normalidad de su entorno. 

    Fingir ser quien no se es resulta una ardua tarea y, al final, es la mejor forma de acabar engañándose a uno mismo. A nuestra pequeña sirena no le resulta nada fácil tener controlada su curiosidad desmedida en una sociedad que valora la rutina sin sobresaltos por encima de todo, pero pone todo su empeño en que no se le note y cada vez se le da mejor. Una pena que ya tenga colgada la etiqueta de “rara”. 

    Para colmo de males, ahora mismo, nuestra sirena se encuentra en un punto de su vida que podríamos denominar como “complicado en general”. Todos los de su especie deben pasar por el mismo mal trago cuando les llega la edad: acceder al instituto de Mitosfin, el pueblo sobre el nivel del mar equivalente a su pueblo submarino, Mar del Fin. Ambos situados en la misma frontera con las aguas tenebrosas. 

    Dicen que hace mucho, muchísimo tiempo, ambos puntos eran puestos de vigilancia, pero nadie sabría decir qué era lo que vigilaban. La frontera, claro. Pero ¿por qué había que vigilarla? Muchos suponen que era para evitar que los curiosos se pusieran en peligro a sí mismos cruzándola. Hoy en día, sería muy raro que alguien lo hiciera. Da mucho miedo acercarse a ella. Es tan oscura… 

    Incluso pensar en vivir tan cerca como los habitantes de Mitosfin y Mar del Fin aterrorizaría a la gran mayoría de mitos, pero ellos están acostumbrados a la cercanía de la oscuridad y este hecho no interfiere para nada en sus rutinas cotidianas. Si alguna vez ha habido algún peligro por la zona, sólo se reflejaba en cuentos y leyendas asusta niños. Ahora, ambos pueblos son un remanso de paz y tranquilidad.

    Lo que realmente da miedo a Nadea, y a sus compañeros, es asistir a sus clases en Mitosfin, aunque tampoco podía negar que la experiencia despertaba en ella una viva y desconcertante curiosidad. Pero si le preguntaran, ella lo negaría las veces que hiciera falta. 

    Poner los pies en la tierra saca de su zona de confort de una gran patada en el culo a cualquier criatura marina y hace que su organizado mundo se tambalee desastrosamente. Ellos sólo salen del agua cuando no les queda más remedio y en dos ocasiones obligatorias: cuando son bebés, para aprender a andar en tierra firme, y de adolescentes, para ir al instituto con el fin de acostumbrarse a socializar con otras especies. Algo que no entienden de qué les puede servir si luego se van a dedicar a sus cosas casi sin salir de su pueblo.

    Se supone que es una muestra de cordialidad y convivencia entre los mitos que viven bajo el mar y el resto, pero muchos tritones y sirenas opinan que en esta dinámica sólo se esfuerzan ellos, mientras que los mitos terrestres aseguran que no es nada fácil tener ariscos tritones y sirenas en sus clases y que eso ya les parece suficiente esfuerzo por su parte. El caso es que, por h o por b, ninguna de las propuestas para que Mar del Fin, el pueblo de Nadea, tuviera su propio instituto habían prosperado más allá del papel.

    Pero las clases en el ámbito terrestre no era lo único que causaba desazón a la sirenita que nos ocupa. Nadea también había comenzado a trabajar en la biblioteca de Mar del Fin para sacarse un dinerillo, como solían hacer muchos jóvenes de su edad, y le estaba resultando más difícil de lo que pensaba. Su padre la había enchufado y la presión del miedo a decepcionarle se sumaba al temor a no cumplir las altas expectativas de su superiora. 

    Entre las tareas diarias de Nadea está la de quitar las algas a las estanterías y a los rollos marinos más antiguos. A aquellos que no están bajo llave, claro. Ya le gustaría echarle una de sus escamosas manos a uno de los rollos prohibidos, y esto es algo muy raro en una sirena. Ya hemos advertido varias veces que Nadea no es una sirena normal. En general, las sirenas y tritones son más de huir de los líos. Tienen un sentido de la supervivencia hiperdesarrollado que les mantiene alejados de problemas. 

    A ninguno se le pasaría por la cabeza acercarse a esos rollos, y menos aún leerlos, aunque, en la actualidad, ya nadie recuerda por qué están prohibidos. A pesar de todo, es más fácil tenerlos convenientemente bajo llave y bien ocultos que comprobar la razón que los llevó a vetarlos. 

    Puede que, justo por eso, Nadea atravesó la puerta prohibida cuando la vio abierta, en vez de avisar a su superiora, como hubiera hecho cualquier otro de sus congéneres. Fue un impulso extraño y, cuando se quiso dar cuenta, ya estaba dentro. 

    Por supuesto, lo suyo hubiera sido darse la vuelta y avisar a su superiora, pero, una vez dentro, el mal estaba hecho, ¿no? Qué más daba que la riñeran por entrar que por echar un vistazo. 

    Nadea ignoró a su cerebro que no paraba de gritar: “estoestamal, estoestamal” y siguió a su corazón que susurraba: “Ooooh” a cada paso. Aunque un “Ooooh” cada vez más decepcionado, porque en la sala sólo había… una gran nada. 

    ¿Dónde estaban los rollos? Qué raro, qué raro. Seguro que ese hubiera sido el momento ideal para llamar a la superiora… si no se le hubiera caído algo en la cabeza. Caído lentamente, porque debajo del agua no tienen la misma gravedad que fuera, pero, estaba tan distraída mirando la nada a su alrededor, que, cuando se dio cuenta, ya tenía el rollo en la cabeza. 

    Lo cogió sorprendida y, ¡ups!, lo desenrolló. Bueno, total. Ya estaba desenrollado, así que nadie la creería si dijera que no lo leyó. ¡De perdidos al océano! Y con esta débil excusa posó sus ojos en lo que le mostraba el misterioso y prohibido único rollo de la enorme (y bastante oscura, tenebrosa y prohibida) cueva de coral. 

    Una sucesión de dibujitos esquemáticos le dijeron “hola” desde el papel de alga mal prensado. Se notaba que tenía unos añitos. Sólo la brillante magia que lo envolvía lo había conservado legible, bueno, visible, quiero decir, ya que no tenía ni una sola letra. Sólo ilustraciones. 

    La primera imagen que aparecía en el rollo prohibido hacía alusión a lo que parecía un banquete o una fiesta. Muchos mitos parecían bailar, comer y pasarlo muy bien. Algunos le parecieron un poco raros a Nadea. Un pelín feos. 

    Empezó a pasar sus ágiles dedos por cada uno de los extraños personajes, estudiándolos con detalle… hasta que oyó su nombre repetidas veces y en un tono cada vez más apremiante. 

    —Nadea. ¡Nadea! ¡NADEEEEAAAA!

    “Había que actuar rápido y con responsabilidad”, le dijo su cerebro, “Cierra la puerta y aquí no ha pasado nada”, le sugirió su corazón. Y eso hizo. Cerró tras sus aletas y nadó rápida y veloz hacia la voz que le llamaba con tanta insistencia. Evidentemente, la voz pertenecía a la superiora, que pasaba sus largos dedos por las estanterías más altas a la par que fruncía cada vez más el ceño.

    —¡Vaya Nadea! ¡Por fin te has dignado a aparecer! Estamos a punto de abrir las puertas y me encuentro con esta porquería. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? 

    La aludida puso cara de circunstancias y se encogió de hombros con un aire de inocencia claramente fingido.

    —Está bien, está bien —prosiguió la superiora—. En realidad, me da igual lo que hayas estado haciendo. Me interesa más saber lo que vas a hacer ahora mismo. Deja ese rollo que tienes en la mano en su sitio y limpia esto. ¡Ah! Y quiero que vuelvas después del cierre para acabar con la tarea que NO has hecho durante tu jornada. ¿Has entendido?

    Nadea asintió sin poder apartar los ojos del rollo que tenía en la mano. ¡Se lo había traído con ella desde la sala prohibida! ¿Se podía ser más torpe? Menos mal que la superiora no se había dado ni cuenta. Lo devolvería… en cuanto le echara un vistacito. 

    No podía sacarlo de la biblioteca. Seguramente tendría una alarma como todos los demás. Y tampoco podía quitársela con Burjio y Adomar, los dos bibliotecarios, ya sentados en sus puestos en el departamento de préstamos. 

    Sólo había una opción. “Muy bien”, exclamó el cerebro de la sirenita, “devolverlo a su lugar”; “Muy bien”, exclamó a su vez el corazón, “esconderlo bien escondido hasta que vuelvas después del cierre a limpiar lo que no has limpiado esta mañana y a mirar esos dibujitos tan curiosos”. Huelga decir que volvió a ganar el corazón. 

    De todas formas, la puerta prohibida volvía estar cerrada y bien cerrada. Así que solo podía esconder el rollo en espera de poder dejarlo de nuevo en su sitio en cuanto encontrara la ocasión y que nadie se enterara nunca de lo que había pasado.

    Las clases de ese día le parecieron igual de aburridas que siempre. Cómo le gustaría ser igual de aplicada y responsable que el resto de sus congéneres. Se los veía a todos como peces fuera del agua, nunca mejor dicho, pero eso no les quitaba de prestar toda la atención posible a las explicaciones de los profesores. Ninguna sirena o tritón soportaría repetir curso y pasar ni un solo día más de lo necesario fuera del agua. 

    Ir al instituto en tierra firme era la única concesión que hacían en beneficio del entendimiento y convivencia con otros seres de Mitos. Luego volverían a sus apacibles vidas bajo el mar y no necesitarían volver a asomar la nariz a la superficie más que para discutir pequeños problemas o situaciones tirantes, como cuando a los niños mitos terrestres les dio por tirar piedras al mar a ver quien llegaba más lejos sin tener en cuenta quien pasara por ahí. Nadea se tocó la coronilla justo donde ya casi desaparecía un doloroso chichón.

    Y hablando de cabezas, la suya no paraba de darle vueltas al rollo que le esperaba esa tarde en la biblioteca. Con todas esas curiosas ilustraciones... En cambio, las operaciones que el profesor iba desarrollando en la enorme pizarra no le llamaban la atención en absoluto.

    La sirenita se fijó en la compañera que tenía a la izquierda. Un hada guapísima. Era lo único interesante a su alrededor porque, por el resto de los flancos, estaba rodeada de seres de su misma especie. Así eran. Siempre rodeados de los suyos y evitando cualquier tipo de sorpresa. 

    En cambio, a su compañera de la izquierda se la veía con muchas ganas de vivir, divertirse y liarla. Hasta un poco de envidia le daba… Pero poca, porque, clarísimamente, era mejor para la salud del corazón y la mente la tranquilidad de su pueblo que vivir locas aventuras, o no saber qué te deparará el futuro. Sólo de pensarlo se le erizaron las escamas. “Un día igual a otro, así es como debe de ser”, se sonrío a si misma.

    —Nadea, ¿te parece divertido?

    Sus pensamientos se vieron interrumpidos abruptamente por la llamada de atención del profesor, que, en ese momento, les introducía en el equilibrado y lógico mundo de las potencias. Matemáticas debería ser una de sus clases preferidas como sirena “práctica y organizada” que se suponía que era, pero la verdad es que era la materia que más se le resistía. Le costaba mucho entenderlas. Cómo no iba a pensar todo el mundo que era tonta si no sabía manejar ni los conocimientos más básicos. 

    Se recompuso y negó tímidamente sin atreverse a mirar a los ojos del maestro. El corazón le latía a mil por hora. Ese susto le había restado al menos un año de vida. Encima sus compañeros tenían sus ojos fijos en ella y no parecían muy contentos. ¿Una sirena que se mete en líos? Eso no le iba a venir muy bien a su, ya de por sí, bastante deteriorada reputación. Se encogió en su asiento en un intento de hacerse pequeñita, pequeñita… ¡no! Mejor invisible… Así podría irse corriendo, primero, y nadando, después, a su cómoda y segura casita de coral.

    Al bajar la mirada avergonzada reparó en algo que le llamó mucho la atención. El hada de su lado izquierdo seguía a lo suyo, que no era atender a clase precisamente, sino dibujar en el cuaderno. Al apartar un poco su mano, Nadea reconoció lo que estaba dibujando y se quedó pasmada. No sabía si iba a poder soportar más sorpresas ese día. 

    El boceto representaba una criatura que parecía un perro, pero con algunas características de hada o elfo. Se alzaba sobre sus patas traseras y mostraba una expresión amenazante enseñando muchos dientes puntiagudos. “¡Qué miedo!”, pensó la sirena apartando la vista. Pero no podía dejar de darle vueltas al asunto. ¿Se lo había inventado o ella también había visto el rollo prohibido en alguna ocasión? Porque a ese perro que se alzaba a dos patas lo había visto en la ilustración del extraño banquete cuando lo desenrolló “sin querer”. 

    Lo primero, le parecía mucha casualidad y, lo segundo, imposible del todo. Sólo las sirenas y tritones van a la biblioteca de Mar del Fin. No porque el resto tenga prohibida la entrada… ¡Nada de eso! Pero es que no pueden respirar bajo el agua y tendrían que tomarse muchas molestias cuando ya tienen su propia biblioteca en Mitosfin. A lo mejor tenían una copia del rollo allí…

    La sirena percibió que el profesor volvía a mirarla ceñudo y se obligó a atender el resto de la clase para evitar problemas. Los suyos ya la tenían en muy poca consideración como para darles más motivos.

    Al terminar la última clase, todos recogieron sus pertenencias entre charlas y risas, se levantaron a una y tomaron el camino hacia el mar sin ni siquiera mirarla. 

    Normalmente, ella les seguía en silencio, lo más cerca posible de su vecino Gureo, que era el que mejor la trataba. No es que le hiciera mucho caso, pero al menos le respondía cuando le hablaba y la saludaba cortésmente cuando la veía. Era realmente guapo y amable… y ella lo admiraba en silencio. 

    Seguramente acabaría siendo una vieja sirena que seguiría admirándole desde la distancia, en silencio, mientras él formaría una familia preciosa con una sirena tan guapa y amable como él… 

    Perdida en sus pensamientos no se dio cuenta de que la pandilla marina ya se había marchado hacía rato. Ni siquiera Gureo la había avisado de que se iban. Al verse sola se puso muy nerviosa y olvidó cerrar su mochila antes de levantarse de la silla. Al alzarla todo el contenido quedó desparramado por el suelo. 

    —Oh —exclamó el hada de su izquierda, que en ese momento guardaba el cuaderno con el dibujo—. Eso me pasa a mí todo el rato. Que rabia, ¿eh? 

    Se agachó y comenzó a recoger las cosas y ponerlas sobre la mesa de la sirena.

    Nadea la imitó agradecida. Mientras tanto, aprovechó para observarla disimuladamente. Tenía el pelo rubio como el oro brillante, una graciosa naricilla respingona, una figura encantadora y unos ojos verdes claros y resplandecientes. La envidió de inmediato. 

    Ella era demasiado pequeña para su edad, su pelo era de un azul muy claro y desvaído, y sus ojos tiraban más al gris del agua sucia y revuelta que al oscuro del océano misterioso… En resumen, lo más anodino y vulgar de todo Mitos. 

    —Bueeeeeno —le sonrió el hada tendiéndole el estuche a la sirena—. ¡Pues ya está! —exclamó alegre, volviéndose hacia su propia mochila que alzó de un tirón… desparramando todo su contenido por el suelo. También se le había olvidado cerrarla.

    El cuaderno de matemáticas resbaló por el suelo hasta los pies de la sirena, que lo cogió impulsivamente y lo abrió por la página del extraño dibujo. Aunque, en cuanto se dio cuenta de lo que había hecho se quedó muy cortada y sin saber qué hacer. Así que se quedó mirando los trazos como si fueran a cobrar vida antes o después. 

    —¿Te gusta? —le preguntó su compañera con un resquicio de nerviosismo en la voz.

    —Sí —contestó—. Es un ser muy… terrorífico. Parece que vaya a salir del papel y darme un buen mordisco —aseguró la sirena sin despegar la vista del dibujo.

     —¡Oh! ¿En serio? Sí, eso es justo lo que intentaba hacer —le explicó emocionada el hada—. Como me alegro de que te guste. Por cierto, me llamo Parsae —Se presentó graciosamente—. Perdona. Estoy muy nerviosa. Siempre he querido hablar con alguien de debajo del mar, pero parecéis todos muy bord… digooo… —El hada se puso intensamente colorada, lo que la hizo aún más bella a los ojos de Nadea.

    —No te preocupes—. Le tranquilizó la aludida—. Es verdad que somos muy cerrados y… mmm… muy nuestros. 

    —Pues tú pareces muy simpática—. Se animó a sincerarse Parsae, que parecía resplandecer aún más si cabe—. Oye, ¿por qué no te vienes a mi casa y hacemos los deberes juntas? ¿Podría dibujarte? Si tu quieres… 

    A Nadea le pareció una idea buenísima. Y eso también era raro en una sirena. Pero quería saber más de su nueva… ¿amiga? Bueno, era un poco pronto para decir tanto. Pero le estaba hablando y sonriendo ahora mismo. Y había dicho que quería conocerla mejor… Tampoco podía negarse a sí misma que le gustaría averiguar de dónde había sacado la idea para dibujar el perro que camina a dos patas. Se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo callada y que el hada aún estaba plantada delante de su mesa esperando su respuesta. Pero ¡oh! Tenía que ir a la biblioteca, por un momento se le había olvidado. 

    —¡Maldita sea! —exclamó la sirena de repente sorprendiendo a su compañera —. Hoy tengo que hacer horas extras en el trabajo. Lo siento. Con lo que me hubiera gustado que me dibujaras… 

    —Pues mañana —concluyó el hada—. Mañana no te vayas corriendo, que has quedado conmigo, ¿eh? Y si quieres te enseño más dibujos. Pero no vayas diciendo por ahí que hago estas cosas. ¡Ni se te ocurra! —Se preocupó de repente—. Prométemelo. 

    Así lo hizo Nadea mientras pensaba: “¿Y a quién se lo iba a decir?”. 


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