TOMO 2: CAP 8: Un peligro con orejas puntiagudas


    Sircio abrió los ojos lentamente. Sentía todos sus músculos entumecidos y un persistente dolor que se abría paso desde la rabadilla hasta su nuca. Bostezó exageradamente y se incorporó en la silla. Se había quedado dormido encima del documento que estaba leyendo. Nunca le había pasado algo así. Pero tampoco había forzado tanto la máquina. No era para menos. Esa biblioteca era un tesoro, aunque también resultaba muy fácil perderse entre tanta información. Menos mal que él era metódico y tenía muy claro lo que buscaba. Bostezó, estirándose sin pudor.

    —Vaya. Por fin despertó la marmota… —Sircio se sobresaltó y enfocó la vista sobre la persona que había hablado. ¡Una elfa! No había duda, aunque no se parecía a ninguna que conociera. Tenía la cara llena de cicatrices y una sonrisa muy siniestra. Una burla cínica bailaba en sus pupilas carentes de alma. Incluso le pareció al hada vislumbrar un reflejo rojizo en ellas totalmente antinatural que le puso los pelos de punta. Encontrarse un mito con esas pintas en la zona oscura se le antojaba muy mala señal.

    —No parece muy despierto —resonó otra voz tras sus espaldas —. A lo mejor necesita una ayudita.

    A Sircio no le gustó nada el tono de la nueva aparición. Giró el cuello, que notaba rígido y dolorido, y se topó con otros ojos con destellos rojos. También parecía un elfo, pero no pondría la mano en el fuego por este. Tenía aún más cicatrices que el primero. Tantas que sus facciones se veían deformadas. Y la piel era tan pálida como la de Avan. Podría pasar por un vampiro con facilidad, pero había ciertos rasgos que lo delataban ante otro mito. 

    —Estoy despierto, despiertísimo. Nunca he estado más despierto en mi vida —aseguró el hada con voz gangosa salpicada de tonos histéricos —. Un gusto conocerlos. Desgraciadamente debo irme. Me temo que se me ha hecho tarde.

    La elfa rió con ganas.

    —¿Has oído Astoni? El hadita deslumbrante tiene prisa —Una sonrisa cruel asomó en sus carnosos labios —. ¿No te ofende que quiera dejarnos tan pronto?

    —Me ofende, me ofende —aseguró su compañero siguiéndole el juego —. Ni siquiera nos hemos presentado… aún.

    —Muy cierto —convino ella —. Que empiece él —exigió cambiando completamente el humor y mostrando una atemorizante expresión en su cara.

    Sircio sintió que se iba a desmayar, pero, desgraciadamente, seguía consciente y enfrentando una situación nada envidiable. ¿Dónde estarían sus compañeros de viaje? Miró a su alrededor con desesperación. No podía saber que hora del día era, ni cuanto había pasado desde que se separaron. Ahora sería un buen momento para que volvieran. No es que tuviera muchas esperanzas de que salieran ganando en un enfrentamiento con esos dos, pero al menos no estaría sufriendo solo.

    —¿Buscas algo? —le interpeló con guasa el elfo.

    —Eeeeeh. No, no. Es que por un momento me encontré un poco… desubicado —se excusó débilmente —. Por donde íbamos… ¡ah! Sí. Como decía, lamentablemente me esperan en otro lugar y se preocuparán si no lleg…

    —Te ibas a presentar —le cortó secamente la elfa.

    —¡Oh! Sí, claro. Por supuesto. Ejem, ejem. Que mala educación por mi parte… Soy Sircio, mano derecha del gran archivista de Mitosfin. Estoy en una misión de avanzadilla y si no vuelvo con el reporte mandarán un ejército a buscarme.

    No era mentira del todo, aunque hubiera cambiado algunos detallitos sin importancia, como que había ido allí por voluntad propia y que la gran incursión que se planteaba no era por él.

    Curiosamente, sus interlocutores no parecieron nada impresionados.

    —¿Pudiera ser que no conozcan al afamado señor Rafijo? —inquirió con una pomposidad que rayó lo ridículo.

    —Ooooh! Sí —volvió a sonreír la elfa —. Lo conocemos mejor de lo que crees.

    —Tú debes ser una de las ratas que se coló por el portal ayer —comentó su compañero.

    Ahora sí que Sircio sintió el verdadero terror. ¿Cómo podían saber ellos de su escapada? ¿Conocían la existencia del portal? ¿Qué relación podían tener con el Gran Archivo? Si hubieran estado en Mitosfin lo hubiera sabido. Con esas pintas no podían haber pasado desapercibidos en una ciudad tan pequeña.

    —Pues nada, dama y caballero. Que encantado de conocerlos y eso. Pero como les iba diciendo yo ya me iba…

    Y sí que se fue, pero no solo. Ante sus asombrados ojos, la elfa convocó la flecha que el señor Rafijo había elaborado pacientemente con su magia y que él había tomado prestada el día que la encontró por casualidad. Nunca se hubiera atrevido a tocarla si no hubiera encontrado las instrucciones al lado. Estaba claro que era cosa del destino dándole señales de lo que debía hacer. Quién mejor para rescatar a Parsea que su amor.

    Y a lo mejor así conseguía que la mimada de su prometida le prestara algo de atención. Es lo que tienen los compromisos concertados desde la infancia, que enseguida pierden emoción. Ser un estudiante a archivero no parecía ser nada impresionante para la niña que se convertiría algún día en su mujer. Normal. Ya tenía al más eminente archivero de padre. 

    Aunque ahora, escoltado por sus siniestros acompañantes no parecía que el destino le hubiera dado el mejor de los consejos. Llevaba todo el camino intentando buscar una vía de escape, pero sus carceleros eran muy buenos en su trabajo.

    Tampoco es que se lo estuviera poniendo difícil. Muchos planes en su cabeza, pero nada de acción. Algo le decía que las consecuencias de un intento fallido serían fatales.

    Los tres seguían la flecha en absoluto silencio. Al hada le encantaba hablar, pero sabía cuando era momento de llamar la atención lo menos posible. Sus compañeros se movían con soltura en la oscuridad. A él le costaba bastante más. Estaba seguro de que su piel parecería un mapa con los cardenales que le iban a salir con tanto golpe y tropezón.

    Tardaron lo que le pareció al hada un siglo hasta que por fin se detuvieron. Estaba agotado, ya ni sentía las piernas, y la sed le asfixiaba. Los elfos compartían con él una cantimplora roñosa, pero sólo le permitían beber un tapón cada vez. Algo claramente insuficiente para la paliza a andar que le estaban metiendo.

    Se alegró de poder sentarse al fin, lo que no le gustó tanto fue acabar atado y amordazado.

    Y ahí lo dejaron entre un montón de densa maleza, solo, en la oscuridad y sin valor para ponerse a brillar por si acaso atraía más compañía indeseada. “Ahora sería un buen momento para desmayarse”, pensó aterrorizado.

    —¡¡¡Arriba!!! 

Un tropel de patas y piernas comenzaron a saltar alrededor del desconcertado vampiro. Aván abrió los ojos asustado y se encontró con tres alegres personajes brincando a su alrededor sin muchos miramientos. No tardó mucho en volver a la realidad y darse cuenta de que sería pisoteado en cuestión de segundos si no hacía nada. Intentó arrastrarse fuera de las sábanas esquivando pies, pero sólo logró que Parsae y Nadea tropezaran con él y se le cayeran encima con grititos de júbilo. Per se unió al juego encantado.

    —Basta. ¡Basta! —les gritó de mal humor la víctima de sus juegos. No había dormido casi nada. En parte por las emociones vividas y en parte porque no estaba acostumbrado un espacio tan abierto como una cama. Y la verdad es que no tenía ánimo para bromitas de ese tipo. Ni de ningún otro.

    —¡Aguafiestas! —le reprochó Nadea todavía risueña.

    —Eso merece un castigo —la secundó el hada agarrando la almohada y arreándole con ella en la cara a traición.

    —Síiiii, vivaaaa —se emoción el niño lobo saltando aún más alto. Era el único que aún conservaba el equilibrio.

    —Aaaauch —se quejó exageradamente el chico. ¿Por qué venían a molestarlo?

    Una jovial cara peluda se asomó por la puerta para poner orden.

    —Vamos chicos. Dejad que Avan se despierte tranquilamente. No es una pelea justa—. Rio el joven hombre lobo que el día anterior se había presentado como Redo.

    —¡Cosquillas! —gritó el pequeño Per agitando sus garritas. Y se tiró sobre la pobre víctima que todavía no había logrado escapar de la cama.

    —¡¡Cosquillas!! —le corearon las chicas buscando puntos débiles indiscriminadamente.

    Redo se vio en la obligación de sacar a los revoltosos chicos de la cama a la fuerza para dar un respiro al vampiro, que se debatía entre las risas inducidas, la impotencia y el monumental cabreo que notaba crecer a marchas forzadas en su interior.

    En cuanto se vio libre, se levantó muy enfadado y se dirigió al baño refunfuñando.

    Cuando se reunió con todos frente al desayuno, sólo Nadea parecía un poco afectada por su reacción. El resto reía y comía como si nada. El profesor, Aristo, repartía alimentos y sonrisas a partes iguales. Había que reconocer que era bastante majo, se dijo Avan un poco a regañadientes.

    Redo, por su parte, se había unido a la inconsciencia juvenil y se metía comida en la boca sin parar con el fin de comprobar cuanta le cabía para despiporre popular. “Qué básicos son los hombres lobo”, se quejó interiormente el vampiro. Pero, a pesar de todo, comenzaba a sentirse a gusto entre esos tres elementos peludos y de grandes dientes afilados. Por la posición de las estrellas ya debía ser bien entrada la mañana. Agradecía profundamente que le hubieran dejado descansar. 

    Empezaba a relajarse de verdad cuando, sin previo aviso, los hombres lobo mayores se pusieron en tensión.

    —Escondeos. ¡Ahora! —siseó Aristo. El pequeño Per no perdió tiempo y desapareció por la puerta de la sala tirando de la mano de su amiga el hada.

    Nadea y Avan se quedaron petrificados en sus sillas sin saber qué hacer. Redo obligó a la sirena a levantarse tirando de ella.

    —Que os escondáis. ¡Rápido! —les ordenó sin un ápice de su habitual buen humor. Olfateó el aire nervioso e intercambió una significativa mirada con su compañero.

    Avan fue el primero de los dos en reaccionar. Agarró a la sirena del brazo y la arrastró hacia el interior de la casa, por donde habían desaparecido Parsea y Per. ¿Por qué no podían tener ni un momento de paz?

    Los hombres lobo salieron de la casa preparados para sorprender a los invitados indeseados. Ese olor ya lo habían percibido antes. En un monasterio lleno de sangre, muerte y desolación.


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