Tomo 2: CAP 12: Hilos que se mueven


  

  Aristo se removió inquieto. Un latigazo de dolor le recorrió el costado. A su cabeza acudieron imágenes deslavazadas de la pelea que le había llevado a ese estado.

    Abrió los ojos despacio. Se encontraba en una de las camas de su casa. No era la suya, lo que indicaba que el que le había atendido no le conocía y lo había acomodado donde mejor le había venido.

    La luz de las estrellas entraba a raudales por la ventana. Se incorporó ignorando el dolor. En la mesita le habían dejado un vaso de agua y otro lleno de algo que no identificó. Probablemente medicina.

    No se la tomó. Ese tipo de sustancias solían adormilar a los pacientes. Necesitaba de toda su concentración para pensar sobre los últimos acontecimientos. Lo más urgente era encontrar a Per. Estaba casi seguro de que estaría bien porque los elfos habían sido apresados, pero cabía la posibilidad de que tuvieran un compañero que hubiera ido tras la pista de los niños.

    El hombre lobo apretó con fuerza los dientes hasta hacerlos rechinar.

    En ese momento se abrió la puerta y un hombre alto y muy delgado entró en la habitación poniendo cuidado de hacer el mínimo ruido. Pareció sorprenderle encontrarlo despierto, pero se recompuso enseguida.

    —Buenos días —saludó fríamente —. Soy el médico que le está atendiendo. Voy a revisar su herida y cambiarle los vendajes. Lo siento, le dolerá un poco —se disculpó con antelación.

    Aristo asintió y el mito de orejas puntiagudas acercó una silla a la cama para poder atenderle mejor. Abrió el maletín que portaba y sacó unas tijeras para proceder a cortar el vendaje.

    —¿El chico que luchaba a mi lado se encuentra bien? —le preguntó el hombre lobo a su acompañante con voz neutra.

    El médico siguió concentrado en lo que hacía, aunque no pudo evitar una mueca de incomodidad.

    —Lo siento mucho —aseguro sin dejar de examinar la herida —. No pudimos hacer nada por él. El golpe que recibió en la cabeza fue fatal.

    El hombre lobo no mostró ningún cambio externo, pero por dentro sintió profundamente la pérdida. Dolía cada baja que había tenido en el camino. Y más cuando el agente era un joven con tanto por vivir.

    Se moría de ganas de preguntar por su hijo, pero no se atrevió. Algunos detalles de la comitiva que le había rescatado de las garras de la muerte le aconsejaban ser prudente. Antes de perder el conocimiento pudo ver cómo acorralaban y acababan con sus enemigos sin el menor atisbo de piedad. Algo extraño, teniendo en cuenta que podían haber facilitado información de gran importancia en un interrogatorio posterior,

    Si habían encontrado a Per lo sabría antes o después. Pero prefería la opción de que hubiera encontrado refugio lejos de esta gente que no podía vivir sin la molesta luz.

    Algo le decía que esta incursión no contaba con el permiso del cónclave de hechiceros y brujos. Lo mejor, por ahora, era hacerse el tonto, no llamar la atención y andar con mil ojos.

    Al menos, lo habían curado. Eso era buena señal. No creía que tuvieran intenciones de matarlo. Sería muy difícil tapar el rastro de la desaparición de los agentes destinados a investigar el misterio del monasterio. Aunque sospechaba que la muerte de Redo no había sido por el golpe en la cabeza. Se lo habían quitado de en medio. Cuantos menos elementos que controlar mejor. 

    Unos golpes en la puerta rompieron el silencio que se había adueñado de la habitación.

    —Adelante —invitó el médico sin pedirle la opinión al convaleciente.

    El visitante no se hizo de rogar y entró a la habitación sin perder tiempo. Era el señor Rafijo en persona. Aristo lo había visto en una ocasión en la que tuvo que escoltar a uno de los altos hechiceros a una reunión en las lindes de la frontera. Se preguntó qué haría uno de los personajes más relevante de Luminos en Oscurio. Seguramente se enteraría pronto.

    —Buenos días —dijo el Archivero Mayor que, acto seguido, le hizo un gesto al médico, que dejó lo que estaba haciendo y se retiró discretamente.

    —Confío en que esté cómodo —se dirigió directamente al hombre lobo.

    —Sí, gracias —respondió escuetamente Aristo. 

    Prefería que hablara su interlocutor. Si había venido personalmente a verle era porque algo quería.

    —Siento tener que venir a importunarle tan pronto, pero el asunto lo requiere. Estamos ante una situación muy grave. —comenzó el hada muy serio.

    Aristo no le contestó, lo que le animó a continuar con su discurso.

    —El ataque al monasterio y a la cueva del gran hechizo ha sido un duro golpe para ambos mundos. Hemos sido informados de que sus compañeros destinados allí no han sacado pruebas concluyentes de lo que está pasando. Las criaturas marinas que se encontraron en el lugar de los hechos fueron manipuladas con magia de control y no recuerdan nada… blablablá.

    Aristo estaba entrenado para todo tipo de situaciones y sabía la importancia de reparar en cada detalle, pero entre el rollo que le estaba soltando su interlocutor y la sangre que había perdido se le estaba haciendo muy cuesta arriba mantener la atención.

    —Me gustaría que compartiera conmigo los avances en sus investigaciones sobre la masacre del templo —le interpeló directamente el señor Rafijo tras el largo y aburrido monólogo.

    El hombre lobo parpadeó un par de veces.

    —¿Cómo? Disculpe. Estoy un poco cansado y se me ha ido la cabeza a otro sitio. ¿Podría repetirlo? —Aristo se regañó a sí mismo por no prestar la atención necesaria que requería la situación, pero, por otro lado, su confusión alimentaría la imagen de que no constituía un peligro para esa gente y tenía más posibilidades de salir con vida de allí. Cada vez estaba más seguro de que algo olía muy mal en todo aquello. 

    Estaba bien informado del caso y sabía que los dirigentes de mitos no conocían la existencia del templo. Al menos hasta ahora. Él no era un simple soldado que obedecía órdenes, sino un general que orquestaba estrategias para preservar la seguridad de las criaturas.

    Hechiceros y brujos de muy alto nivel y acólitos ayudantes se recogían en el templo de por vida para servir a la conservación del gran hechizo de la cueva y alejar a los curiosos. 

    Los nueve símbolos escritos en la arena mantenían la frontera en su sitio, sí. Pero no tenían nada que ver con el embrujo que mantenía a mitos y criaturas lejos de la frontera. Ese manto de miedo fue creado por el único superviviente del gran hechizo, que se teletransportó al templo cuando sus compañeros dieron la vida para detener el mundo y parar los días y las noches. 

    El templo se ocultó con capas y capas de magia oscura. Muy pocos conocían de su existencia. Sólo las criaturas necesarias para su supervivencia eran informadas y sometidas a un hechizo de discreción que les impide hablar sobre él. Una de esas criaturas era Aristo. No era hechicero, ni brujo, pero sí una pieza importante en la defensa de Oscurio.

    De alguna manera la existencia del templo había sido descubierta y el ataque les había tomado por sorpresa. Los guardianes de la frontera se habían movilizado de inmediato mandando efectivos al templo y varios puntos estratégicos para tratar de averiguar el foco de la filtración y contener las consecuencias. Nunca pensaron que el ataque posterior a la cueva se haría desde el interior del mar. Los tritones y sirenas no eran criaturas belicosas ni amigas de meterse en problemas de ningún tipo. Les pilló desprevenidos y no había nadie en el templo para percatarse del avance de la frontera. Estaba claro que después de tantos años de paz se habían confiado demasiado.

    Tenía que aparentar ser un soldado de bajo escalafón para escapar. Alguien a quien pudieran colar esa patraña de que la existencia del templo era de conocimiento público entra las altas esferas del mundo de la luz. 

    —Le preguntaba si había descubierto algo sobre la masacre del templo —insistía en ese momento el Archivero Mayor.

    El hombre lobo se tomó su tiempo antes de contestar. El hechizo de discreción hacía que surgieran lagunas de memoria cuando se intentaba hablar sobre el templo o algún tema relacionado, pero él no notaba los efectos. ¡Le habían quitado el hechizo! ¡Cómo era posible! Su mente era un volcán en ebullición, aunque no demostraba nada en su rostro, que permanecía impasible. Esto indicaban, que sabían perfectamente que estaba dentro del grupo de los guardianes del secreto. 

    —Siento comunicarle que hemos avanzado muy poco en el caso —comenzó con pies de plomo —No hemos encontrado pistas ni huellas concluyentes en el lugar, ni en los cadáveres hallados. Básicamente, hemos dedicado los últimos días a enterrar a los fallecidos discretamente y sin bajar la guardia. Sospechábamos que los perpetradores seguían por la zona. Disculpe, pero no puedo decirle nada más sin permiso de mis superiores. Aunque le adelanto que no hay mucho más que añadir.

    No mentía. Los elfos oscuros habían hecho muy bien su trabajo. Llevaba meses intentando sacar algo en claro en rápidas visitas que no indicaran su presencia. No querían alertar a los intrusos. Apenas, hacía unos días que habían comenzado a enterrar a los muertos pensando que los culpables habían volado. Craso error.

    Ambos interlocutores se midieron con la mirada durante un instante. En ese momento tocaron a la puerta. El señor Rafijo frunció el ceño y apartó la mirada. Se dirigió a la puerta sin despedirse. La abrió y una persona cubierta con una túnica con capucha entró con premura.

    —Proceda —le ordenó el Archivero Mayor abandonando la estancia.

    El nuevo personaje comenzó a murmurar palabras en un idioma muy antiguo. Aristo no pudo disimular su sorpresa. Era un brujo. Estaba seguro. Se preparó para lo peor.

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